Permítanme la vanidad pero creo conocer bastante bien la figura de Baltasar Garzón. Dos libros sobre su vida y obra, más el seguimiento puntual de sus andanzas judiciales, me permiten tener la información suficiente para hablar desde el conocimiento y no desde el sectarismo, tan extendido entre la izquierda extraviada que nos habita.
Nadie con dos picogramos de frente pondría en duda las tardes gloriosas que el Juez Estrella brindó en faenas memorables donde los toros, de cornamenta indescriptible, parecían imposible de someter: su lucha contra ETA y contra su aparato logístico y económico; su lucha contra el narcotráfico, averiándoles, una y otra vez, la lavadora que utilizaban para blanquear su mierda; su determinación, aunque también le movieran vendetas políticas, para mandar al talego a “casi” todos los responsables del terrorismo de Estado que tanto me avergonzó; su insistencia en impedir que dictadores asesinos durmieran a pierna suelta... Nadie, con sentido común, lo pondría en duda.
Pero tampoco nadie, con memoria y con decencia, puede omitir que también hubo tardes en las que los almohadillazos caían desde el tendido al ver como otros toros, por no poner la muleta en su sitio, se iban hacia los corrales vivitos y coleando al sonar el tercer aviso.
Pero vayamos, como diría el dueño de Clearasil, al grano. El santo sacramento del Derecho de Defensa, que garantiza la justicia hasta para el más abyecto de los criminales, no se lo puede saltar, salvo en casos de terrorismo, ni Garzón, ni Fungairiño, ni Sergey Bubka. Como finalizaba la editorial de El País del 17 de octubre de 1995 sobre el requerimiento de Garzón para que se le entregaran los llamados papeles del CESID, sometidos a secreto oficial, sobre la bozofia de los GAL, “ningún fin, ni siquiera el de conocer toda la verdad sobre los GAL, justifica pasar por encima de los procedimientos. El principio de que no todo vale rige tanto en la lucha contra el terrorismo como en la investigación de los delitos cometidos a su amparo”. Amén, aunque huela a podrido, amén.
Si a este flagrante caso de prevaricación, sentenciado unánimemente por el TS después de que el Juez Mediático recusara a buen puñado de jueces, le unen ustedes la cantidad de cadáveres que Garzón dejó por el camino y que como The Walking Dead persiguen la sombra del magistrado allá por donde fuere, entre ellos Felipe González y sus acólitos de entonces, se dan todos los elementos para que la tormenta perfecta cayera, sin remisión, sobre el juez que ya no lo será. Y crean que me duele. Como otra puñalada. Y van mil.